Y al séptimo día...


                                       ...y procedió Dios a bendecir el día séptimo, y a hacerlo sagrado.

                                                                                                                                                                                             Génesis


Hace unos años me encontré con Mario. El venía por la vereda de enfrente, y al pasar lo saludé con afecto pero él apenas si me contestó: giró la cabeza y levantando las cejas, dio por respondido el saludo, casi sin detenerse.

Habíamos sido muy amigos, y aunque hacía mucho que no nos veníamos, no pude evitar que me decepcionara su frialdad. Se lo veía demacrado y taciturno. Estará pasando por un mal momento, pensé, y en lugar de cruzar a saludarlo, con algo de decepción y melancolía, seguí caminando  como si no me importara tanto.

Ayer volví a cruzarme con él. Había envejecido y me costó reconocerlo. En sus ojos se veía la tristeza que sólo puede imaginarse en una persona portadora de una terrible carga.

Esta vez no lo dejé pasar tomándolo por el brazo, casi obligándolo a detenerse. Él sorprendido levantó lentamente la cabeza y forzando una sonrisa me dijo: "Que tal Enrique....", con una voz tan apagada, que más que un saludo, me parecía un lamento.

Caminamos lentamente hasta el café de Paraguay y Esmeralda, y durante ese recorrido, la conversación había transcurrido lánguida, casi una formalidad: él continuaba trabajando en el banco, seguía soltero y vivía solo en un departamento en Gascon, a pocas cuadras de Corrientes.

Yo le conté un poco sobre mi vida, mis hijos, mi mujer y no sé cómo la conversación terminó en nuestra infancia, nuestro barrio y un sin fin de cálidos recuerdos de nuestra niñez.

Cuando sentí que la conversación se hacía más fluida y él, quizás embelesado por los recuerdos del pasado ganaba confianza y entusiasmo, le comenté que lo veía cansado, pálido (no me animé a decirle: demacrado). Entonces hizo un silencio y acercándose a mí, con sus ojos fijos en los míos, me contó:

 "Todo empezó un viernes. Yo estaba contento porque ese mismo día, Margarita había aceptado cenar conmigo".

La imagen de Margarita se me hizo presente. Hacía mucho que no la veía, pero había escuchado un comentario sobre el metejón que ella había tenido con él. 

Yo estaba re entusiasmado, continuó diciendo Mario, pero no quise apresurar las cosas y quedamos para ir al cine al día siguiente...

Aquí detuvo su relato por un instante y con tono de melodrama mexicano agregó: 

 "Pero ese día nunca llegó..."

Nunca estuve más equivocado que en ese momento, cuando pensé para mis adentros, ¡¡¡Zas!!! este Marito siempre igual, ahora empieza con un drama amoroso, o quizás una historia morbosa, que termina con un trágico final para Margarita. 
Pero no, cuando Mario dijo ese día nunca llegó era literal, y no había sido solamente ese sábado, sino tampoco el domingo.

Y entonces Mario me conto: Me acosté ese viernes, y sólo recuerdo que antes de dormirme tuve la sensación, quizás un sueño, de hundirme en mi cama de ser tragado por el colchón, como quien cae en arenas movedizas, y, cuando el despertador sonó, era lunes. Lo primero que sentí fue extrañeza y casi admiración por mí capacidad para dormir dos días seguidos. 
Inmediatamente recordé mi cita con Margarita, y no puede evitar sentirme culpable, así que me dirigí al café donde solíamos almorzar, que se encontraba a vuelta de su trabajo. Ella estaba sentada en la barra, con algunos compañeros de su oficina. Me acerqué tímidamente, e inventando algún pretexto sobre mí salud, me disculpé, pero ella con displicencia y algo de ironía dijo: ¨si, debes haber estado muy mal porque te llamé varias veces y no me respondiste, ...no te hagas problema¨, y girando sobre su banqueta siguió la charla con el muchacho que estaba a su izquierda. Recuerdo que un poco herido en mi orgullo me despedí de ella y me fui, lamentando la pérdida y pensando, que era raro no haber escuchado el teléfono. Esa fue una semana muy dura, continuó Mario, y si bien había dormido dos días seguidos (aún no me explicaba cómo), me sentía muy cansado, así que ese viernes y ya sin Margarita y sin programa para el fin de semana, decidí quedarme en casa y acostarme temprano. No tenía que olvidarme que, al otro día, había quedado en almorzar con mis viejos y, hojeando el diario en la cama me dormí muy profundamente hasta que me despertó el teléfono. Eran las once y media, y supuse que como siempre, mis padres me llamaban para recordarme nuestra cita. Atendí.
Me chocó escuchar la voz de Jorge, un compañero del banco que me decía: "Mario, ¡Que te pasó viejo?".  Yo, siguió Mario, sin entender bien a que se refería, y casi en defensa propia, e intuyendo que estaba en falta, le respondí que estaba bien, que había tenido un contratiempo pero que en una hora estaría allá. "Okey me contestó Jorge, apurate que el jefe te espera para la presentación del informe al directorio de hoy al medio día", se despidió. Ese informe había que presentarlo el lunes... ¡¡¡Hoy era lunes!!! pensé en ese momento, entre temeroso y confuso. ¿Qué había pasado ese fin de semana? Otra vez no lo sabía... Nunca supe lo que pasó ese fin de semana ni en todos los que le siguieron. Simplemente, y a partir de ese momento descubrí que mi vida tenía (y tiene), un hueco, una discontinuidad de dos días cada cinco, y eso sucede los sábados y domingos. Nunca nadie me ve durante esos días, no estoy en mi casa ni en ninguna otra parte. Mis amigos creen que me estoy convirtiendo en un ermitaño, mis padres que a su "Marito", ya no le interesa estar con ellos, porque están viejos, las mujeres con las que quise salir creen que las engaño con otras mujeres, y mi cuerpo me pide un día de algo que no sea trabajar. Para mí, suspiró Mario con la voz quebrada, sólo queda la esperanza de escapar de esta pirueta del tiempo, de esta maldición divina, y volver a ser un hombre que simplemente pueda amanecer en sábado.

Con sus ojos rojos y su mirada fija en la mía, levantándose de la mesa, Mario se despidió diciendo: "Está anocheciendo, me voy, mañana tengo que levantarme temprano, tenemos que entregar el balance de fin de mes, viste". Y dirigiéndose hacia la puerta se fue, dándome una palmadita en la espalda.

Yo estaba petrificado, ausente, y solamente pude asentir con un leve movimiento de cabeza, como afirmando que entendía lo incomprensible.

Era una tarde gris de junio, era un viernes.







 EL GUARDIAN

Vamos, vamos le dije y ella me miró como siemprc me miraba en esas ocasiones, con una mezcla de admiración y de envidia. un poco como mira el hijo pequeño al padre cuando todavía cree que tiene algo de Superman, mientras que con un gesto casi reflejo que yo ya le tenía visto, se mordía los labios de una forma tan natural y sexy, que si en algún momento tuve la menor duda de avanzar, ni yo mismo lo recordaría después. Nosotros estábamos a la mitad de una larga fila de chicos (o ya debería decir muchachos) de nuestra misma edad, todos deseando en el fondo de nuestro ser, que se nos diera, demostrando a los demás, de esta cada vez más larga fila, que nosotros éramos parte de esa elite a quien no se le vedaba el paso.

Y así estabamos todos tratando de descifrar los inescrutables caminos de la mente del forzudo que estaba en la puerta (sobre todo porque no creíamos que ningún proceso mental podía darse en ese Goliat de piel aceituna).

No voy a negar que éramos vanidosos, engreídos, niños bien y un montón de adjetivos que quizás aun nos caben, pero nuestra imagen de nosotros mismos y lo que era más importante, nuestra imagen frente a los demás estaba en juego por la azarosa decisión de alguien, que presumíamos, apenas sabía hablar.

Mientras avanzaba la fila yo escrutaba quienes iban entrando y a los que no dejaba pasar, tratando de determinar un patrón de conducta, una ley que rigera el proceso

mental del grandote:"vos si" - "vos no", "vos si, vos si, vos no", por supuesto en general no acertaba, este tenía el pelo largo y sí, entró, con la pinta de sucio y drogón que tenía! y aquel con la novia, pinta de “nomal” incluso (como la mía), ¡no! Y al rato lo mismo, pero al revés. Al cabo de unos minutos finalmente, estábamos ya frente a él, yo con Raquel agarrada de la cintura, haciendo alarde de seguridad y presumiendo de la belleza de mi chica, como si fuera lo más natural, le dije:

- Hola, y me mandé a la caja a pagar, arrastrando a Raquel conmigo. La estrategia era obvia, demostrarle seguridad, no darle tiempo a pensar, "mente superior domina a mente inferior" pensé, mientras al gambetearlo no pude evitar una sonrisa de triunfo. i Ya está! me dije para mis adentros, pero repentinamente, algo me arrastró hacia atrás por la espalda y, si bien también sabía que esto podía pasar, me asusté un poco al ver la cara de horror de Raquel, que veía detrás de mi espalda, seguramente la cara desorbitada del gigantón.

El gigante era realmente enorme, no tanto por lo alto, ya que mediría un metro ochenta, sino por lo ancho y macizo. No era el típico musculoso de gimnasio, de brazos marcados y camiseta "musculosa" cuyo único fin, era destacar los bíceps del espécimen. No, este gigante usaba una camisa y tenía un bigote largo y bien afeitado, la nariz un poco larga, recta pero aplastada en la punta. Lo sé porque me agarró de la remera y acercó su cara a la mía tanto, que casi toqué su nariz con mi nariz. Su pelo era negro, prolijamente recortado por sobre las orejas y la nuca, y sus ojos eran pequeños y ovalados, tenía una mirada profunda y en ese momento también ausente, como alguien a quien no le importara lo que tuviera que hacer, alguien que no

escucharía ningún razonamiento, porque lo único que contaba era su deber, pero no por el deber en sí. No era la mirada de un devoto de su trabajo, ni siquiera la de alguien que goza con esas pequeñas situaciones de poder, en las cuales aquellos que normalmente están oprimidos, mental, física o económicamente, tienen oportunidad de revancha sobre sus opresores. No, era la mirada de alguien enajenado, no en el sentido de que estuviera fuera de sí, sino más bien todo lo contrario, era el gladiador que nos es dueño de su cuerpo y lucha por su vida, por sobrevivir, y si tiene que matar simplemente mata, sin placer y sin dolor. Alguien que hace lo que tiene que hacer.

 

Traté de convencerlo, pero no me entendía - además de tarado, tartamudo, pensé -, pero no hubo caso. Tampoco le importó mucho esforzarse en explicarme, ni en escuchar mis explicaciones, una vez que había tomado la decisión, yo me preguntaba si sería una decisión o un impulso — ya no volvería atrás, y esta si, era una de las pocas reglas que había logrado concluir durante mi espera en la fila.

Me fui con Raquel puteando al grandote, para levantar mi autoestima:

'Que pedazo de boludo decía a los gritos mientras me alejaba" moviendo los brazos con movimientos ampulosos, bruscos y varoniles.

Ese día me había acostado a las ocho de la noche para estar diez puntos a la una de la mañana, que era cuando los "dancings" abrían, me había bañado, había pasado a buscar a Raquel, y todo para nada.

Además, mis amigos estaban seguramente adentro y por supuesto se iban a enterar de que yo no había podido entrar. El gaste que me iba a comer, pensaba. ..las cargadas, las bromas; a mi, que se supone que soy un tipo "in", y todo por culpa de un descerebrado, pensé casi automáticamente, descerebrado! murmuré nuevamente categórico para mí mismo...

¿Descerebrado...? Volví a pensar nuevamente, pero está vez, raro de mí, sin convicción e incluso con alguna duda.

La disco, el boliche o como fuera que hoy le digan, no quedaba muy lejos de mi casa y cada tanto, obligado por mi recorrido hacia la facultad, yo pasaba por ahí. Durante el día, era un lugar sin vida, una pared pintada en tono neutro, unas ventanas pequeñas, una reja con una gran cadena cerrando la puerta. Notable el contraste que existía durante la noche - madrugada y cualquier día de la semana a la luz del sol. En la noche, cientos de jóvenes vestidos de negro esperando en la puerta: ansiedad, expectativa; algo de vampiros tendremos, pensé, recordando a algunas de aquellas chicas, ocasionales acompañantes, como si fueran víctimas de mis encantos draculianos (¿o sería yo su victima?)

Pero no siempre era así, la disco también tenía otras alternativas según los días y las horas: una agenda por las tardes los viernes y sábados, la famosa "matineé", con los preadolescentes, que cual semillero se iban preparando desde un par de años antes, yendo a bailar al mismo lugar que los jóvenes (por llamamos a nosotros mismos de una manera), con la misma música, la misma escenografía, la misma oscuridad interior y si no me equivoco con la única diferencia de que en lugar de alcohol tomaban gaseosas; la  otra oportunidad de la "disco" para mejorar sus ingresos, eran las fiestas infantiles de cumpleaños. Hacía mucho que los padres que podían no festejaban los aniversarios de sus hijos en sus propias casas, ya sea porque eran pequeñas, porque las destrozaban, por el trabajo que significa; la cuestión era que, a la salida de la escuela, alrededor de las cinco de la tarde, las discos eran alquiladas por hora como salones de fiestas. ¡Cómo cambiaba el escenario cuando las madres, jóvenes aún en general, iban por sus vástagos! Por la puerta, cual ogro derrotado al que un desconocido príncipe hubiera abierto sus entrañas, salían liberados ahora a luz del día, cientos de pequeños, con sus globos de colores, gritándose, comparando regalos, con la cara pintada y llenos de excitación, listos para una ducha, cena y a la cama.

Y fue esa misma semana, alrededor de la media tarde, donde lo volví a ver.

Ahí estaba el grandote forzudo de cara inexpresiva agachado entre los niños, alcanzándole a una pequeña rubiecita de unos tres años, una bolsita con cotillón y juguetes que se le habían caído, mientras que con su trompa de gruesos labios enmarcados por sus espesos bigotes, en un gesto hasta entonces impensable para mi, le susurraba algo a la pequeñita, como para sacarle una sonrisa y a la vez de reojo, intercambiaba con la madre de la criatura, atenta espectadora, una mirada de complicidad: increíblemente la nenita le sonrió.

 

Luego. vinieron los exámenes. el verano, las vacaciones y por alguna razón u otra no volví a bailar a la disco del barrio. Sin embargo, ese verano, conocí a Ignacio, que resultó no sólo ser un tipo de los más macanudo y entrador, "canchero" con las chicas y simpático, lo que dice el compañero ideal para divertirse un verano, sino que además Ignacio era del barrio. conocía todos los rincones y la historia de cada uno.

Durante el último año Ignacio casualmente había sido RRPP de "El Agujerito", que así se llamaba la disco. El trabajo de RRPP (relaciones públicas), no era sino otra cosa que pararse en la puerta de colegios, centros comerciales y otros lugares transitados por los jóvenes, para repartirles tarjetas de entrada sin cargo, o el primer trago sin cargo, o promocionar: “chicas gratis”, es decir no pagaban entrada…, o todo junto, a quien pasara por ahí y tuviera la pinta de gustarle la noche, lo que era prácticamente cualquier joven de más de diez y seis años. Gracias a esto, Ignacio gozaba de entrada y tragos gratis, a “El Agujerito” y todo lo que eso traía: chicas siempre cerca, amigos y una horda de conocidos queriendo conseguir de Ignacio cualquier cosa que a él pudiera sobrarle.

Fue durante una de nuestras charlas al sol, cuando por sacar tema de charla, le pregunté por quien para mi empezaría a llamarse "el grandote".

¿Quién? — me dijo - ¿El turco? ¿no lo conociste al turco?, ¡Buen tipo! Yo, incrédulo todavía le preguntaba: - ¿El de la puerta? ¡Si es un animal!

No, para nada - insistía él. Cada uno tiene su laburo y al turco le tocó eso. Si vos supieras como sufría...

Yo por nada me hubiera imaginado al turco sufriendo cuando agarraba a alguno del brazo y lo sacaba de un tirón hasta la calle, le respondí con algo de amistosa ironía.

Imaginate, insistió, que si fuera como decís el turco seguiría trabajando  

¿Ah, no trabaja más? — le dije como si me importara  ;

Nooo!, que va, se volvió a turquía.

Ahí si comenzó a interesarme la historia - resultaba que el turco era realmente de Turquía, no era un apodo con el que acá suelen llamar a cualquiera de piel aceituna - ¿Y que hacía acá? le pregunté girando la cabeza hacia el y cubriendo me del sol, llevando la mano a la frente para que el sol no me diera en los ojos. - Te cuento —me dijo sin mayor interés- el turco vino de Turquía porque allá no ganaba un mango, tenía una mujer, una nena y un nene chiquitos y no se como, le surgió una oportunidad de laburo como albañil o maestro mayor de obra acá y se vino. Después con la malaria, lo rajaron y buscando entró como lavacopas.

Pero, con la facha que tenía, el gerente de El Agujerito un día lo puso en la puerta para no dejar pasar a unos tipos que se pusieron pesados y como los paró sólo con la presencia, lo dejó a cargo de cuidar la entrada.

Para el turco, era un trabajo fenómeno, casi no tenía que hablar, nunca aprendió bien el idioma, y a la vez lo obligaba a mantenerse atento, sin pensar en nada. Además, ganaba bastante como para enviarle dinero a su familia y además ahorraba un poco. Su idea era poder volver a Turquía como un bacán, con ahorros suficientes como para comprase una casita en la costa, y un par de autos que pensaba alquilar para que otros lo manejen.

 Ah! — dije como esperando algo más, y después de un rato agregué: ¿Y porque se fue?

Ah! Me respondió también, —eso es lo mas increíble: se fue porque no pudo soportar el trabajo...

¿Como? - le dije confundido — ¿No me digas que al tipo le importaba si tenía que sacar a alguno por Iafuerza?

No, no, eso no. El tema es que el turco, también cuidaba la puerta en las matinées y los cumpleaños, y no había caso, en los cumpleaños cada vez que un chico se le acercaba, asi de grandote como lo ves, no podía evitar llorar desconsoladamente..., se acordaba de sus hijos, decía. Te imaginas que el dueño de El Agujerito, no va a tener un tipo así, para que le cuide la puerta de su negocio, un papelón...


Así que al final, el turco se volvió a Turquía.