EL GUARDIAN
Vamos, vamos le dije y ella me miró
como siemprc me miraba en esas ocasiones, con una mezcla de admiración y de
envidia. un poco como mira el hijo pequeño al padre cuando todavía cree que
tiene algo de Superman, mientras que con un gesto casi reflejo que yo ya le
tenía visto, se mordía los labios de una forma tan natural y sexy, que si en
algún momento tuve la menor duda de avanzar, ni yo mismo lo recordaría después.
Nosotros estábamos a la mitad de una larga fila de chicos (o ya debería decir
muchachos) de nuestra misma edad, todos deseando en el fondo de nuestro ser,
que se nos diera, demostrando a los demás, de esta cada vez más larga fila, que
nosotros éramos parte de esa elite a quien no se le vedaba el paso.
Y así estabamos todos tratando de descifrar los
inescrutables caminos de la mente del forzudo que estaba en la puerta (sobre
todo porque no creíamos que ningún proceso mental podía darse en ese Goliat de
piel aceituna).
No voy a negar que éramos vanidosos,
engreídos, niños bien y un montón de adjetivos que quizás aun nos caben, pero
nuestra imagen de nosotros mismos y lo que era más importante, nuestra imagen
frente a los demás estaba en juego por la azarosa decisión de alguien, que
presumíamos, apenas sabía hablar.
Mientras avanzaba la fila yo
escrutaba quienes iban entrando y a los que no dejaba pasar, tratando de
determinar un patrón de conducta, una ley que rigera el proceso
mental del grandote:"vos
si" - "vos no", "vos si, vos si, vos no", por supuesto
en general no acertaba, este tenía el pelo largo y sí, entró, con la pinta de
sucio y drogón que tenía! y aquel con la novia, pinta de “nomal” incluso (como
la mía), ¡no! Y al rato lo mismo, pero al revés. Al cabo de unos minutos
finalmente, estábamos ya frente a él, yo con Raquel agarrada de la cintura,
haciendo alarde de seguridad y presumiendo de la belleza de mi chica, como si
fuera lo más natural, le dije:
- Hola, y me mandé a la caja a
pagar, arrastrando a Raquel conmigo. La estrategia era obvia, demostrarle
seguridad, no darle tiempo a pensar, "mente superior domina a mente
inferior" pensé, mientras al gambetearlo no pude evitar una sonrisa de
triunfo. i Ya está! me dije para mis adentros, pero repentinamente, algo me
arrastró hacia atrás por la espalda y, si bien también sabía que esto podía
pasar, me asusté un poco al ver la cara de horror de Raquel, que veía detrás de
mi espalda, seguramente la cara desorbitada del gigantón.
El gigante era realmente enorme, no
tanto por lo alto, ya que mediría un metro ochenta, sino por lo ancho y macizo.
No era el típico musculoso de gimnasio, de brazos marcados y camiseta
"musculosa" cuyo único fin, era destacar los bíceps del espécimen.
No, este gigante usaba una camisa y tenía un bigote largo y bien afeitado, la
nariz un poco larga, recta pero aplastada en la punta. Lo sé porque me agarró de
la remera y acercó su cara a la mía tanto, que casi toqué su nariz con mi
nariz. Su pelo era negro, prolijamente recortado por sobre las orejas y la
nuca, y sus ojos eran pequeños y ovalados, tenía una mirada profunda y en ese
momento también ausente, como alguien a quien no le importara lo que tuviera
que hacer, alguien que no
escucharía ningún razonamiento,
porque lo único que contaba era su deber, pero no por el deber en sí. No era la
mirada de un devoto de su trabajo, ni siquiera la de alguien que goza con esas
pequeñas situaciones de poder, en las cuales aquellos que normalmente están
oprimidos, mental, física o económicamente, tienen oportunidad de revancha
sobre sus opresores. No, era la mirada de alguien enajenado, no en el sentido
de que estuviera fuera de sí, sino más bien todo lo contrario, era el gladiador
que nos es dueño de su cuerpo y lucha por su vida, por sobrevivir, y si tiene
que matar simplemente mata, sin placer y sin dolor. Alguien que hace lo que
tiene que hacer.
Traté de convencerlo, pero no me
entendía - además de tarado, tartamudo, pensé -, pero no hubo caso. Tampoco le
importó mucho esforzarse en explicarme, ni en escuchar mis explicaciones, una
vez que había tomado la decisión, yo me preguntaba si sería una decisión o un
impulso — ya no volvería atrás, y esta si, era una de las pocas reglas que
había logrado concluir durante mi espera en la fila.
Me fui con Raquel puteando al
grandote, para levantar mi autoestima:
'Que pedazo de boludo decía a los
gritos mientras me alejaba" moviendo los brazos con movimientos ampulosos,
bruscos y varoniles.
Ese día me había acostado a las ocho
de la noche para estar diez puntos a la una de la mañana, que era cuando los
"dancings" abrían, me había bañado, había pasado a buscar a Raquel, y
todo para nada.
Además, mis amigos estaban
seguramente adentro y por supuesto se iban a enterar de que yo no había podido
entrar. El gaste que me iba a comer, pensaba. ..las cargadas, las bromas; a mi,
que se supone que soy un tipo "in", y todo por culpa de un descerebrado,
pensé casi automáticamente, descerebrado! murmuré nuevamente categórico para mí
mismo...
¿Descerebrado...? Volví a pensar
nuevamente, pero está vez, raro de mí, sin convicción e incluso con alguna
duda.
La disco, el boliche o como fuera
que hoy le digan, no quedaba muy lejos de mi casa y cada tanto, obligado por mi
recorrido hacia la facultad, yo pasaba por ahí. Durante el día, era un lugar
sin vida, una pared pintada en tono neutro, unas ventanas pequeñas, una reja
con una gran cadena cerrando la puerta. Notable el contraste que existía
durante la noche - madrugada y cualquier día de la semana a la luz del sol. En
la noche, cientos de jóvenes vestidos de negro esperando en la puerta:
ansiedad, expectativa; algo de vampiros tendremos, pensé, recordando a algunas
de aquellas chicas, ocasionales acompañantes, como si fueran víctimas de mis
encantos draculianos (¿o sería yo su victima?)
Pero no siempre era así, la disco
también tenía otras alternativas según los días y las horas: una agenda por las
tardes los viernes y sábados, la famosa "matineé", con los
preadolescentes, que cual semillero se iban preparando desde un par de años
antes, yendo a bailar al mismo lugar que los jóvenes (por llamamos a nosotros
mismos de una manera), con la misma música, la misma escenografía, la misma
oscuridad interior y si no me equivoco con la única diferencia de que en lugar
de alcohol tomaban gaseosas; la otra
oportunidad de la "disco" para mejorar sus ingresos, eran las fiestas
infantiles de cumpleaños. Hacía mucho que los padres que podían no festejaban
los aniversarios de sus hijos en sus propias casas, ya sea porque eran pequeñas,
porque las destrozaban, por el trabajo que significa; la cuestión era que, a la
salida de la escuela, alrededor de las cinco de la tarde, las discos eran
alquiladas por hora como salones de fiestas. ¡Cómo cambiaba el escenario cuando
las madres, jóvenes aún en general, iban por sus vástagos! Por la puerta, cual
ogro derrotado al que un desconocido príncipe hubiera abierto sus entrañas,
salían liberados ahora a luz del día, cientos de pequeños, con sus globos de
colores, gritándose, comparando regalos, con la cara pintada y llenos de
excitación, listos para una ducha, cena y a la cama.
Y fue esa misma semana, alrededor de
la media tarde, donde lo volví a ver.
Ahí estaba el grandote forzudo de
cara inexpresiva agachado entre los niños, alcanzándole a una pequeña rubiecita
de unos tres años, una bolsita con cotillón y juguetes que se le habían caído,
mientras que con su trompa de gruesos labios enmarcados por sus espesos
bigotes, en un gesto hasta entonces impensable para mi, le susurraba algo a la
pequeñita, como para sacarle una sonrisa y a la vez de reojo, intercambiaba con
la madre de la criatura, atenta espectadora, una mirada de complicidad: increíblemente
la nenita le sonrió.
Luego. vinieron los exámenes. el
verano, las vacaciones y por alguna razón u otra no volví a bailar a la disco
del barrio. Sin embargo, ese verano, conocí a Ignacio, que resultó no sólo ser
un tipo de los más macanudo y entrador, "canchero" con las chicas y simpático,
lo que dice el compañero ideal para divertirse un verano, sino que además
Ignacio era del barrio. conocía todos los rincones y la historia de cada uno.
Durante el último año Ignacio casualmente
había sido RRPP de "El Agujerito", que así se llamaba la disco. El
trabajo de RRPP (relaciones públicas), no era sino otra cosa que pararse en la
puerta de colegios, centros comerciales y otros lugares transitados por los
jóvenes, para repartirles tarjetas de entrada sin cargo, o el primer trago sin
cargo, o promocionar: “chicas gratis”, es decir no pagaban entrada…, o todo
junto, a quien pasara por ahí y tuviera la pinta de gustarle la noche, lo que
era prácticamente cualquier joven de más de diez y seis años. Gracias a esto,
Ignacio gozaba de entrada y tragos gratis, a “El Agujerito” y todo lo que eso
traía: chicas siempre cerca, amigos y una horda de conocidos queriendo
conseguir de Ignacio cualquier cosa que a él pudiera sobrarle.
Fue durante una de nuestras charlas
al sol, cuando por sacar tema de charla, le pregunté por quien para mi
empezaría a llamarse "el grandote".
¿Quién? — me dijo - ¿El turco? ¿no
lo conociste al turco?, ¡Buen tipo! Yo, incrédulo todavía le preguntaba: - ¿El
de la puerta? ¡Si es un animal!
No, para nada - insistía él. Cada
uno tiene su laburo y al turco le tocó eso. Si vos supieras como sufría...
Yo por nada me hubiera imaginado al
turco sufriendo cuando agarraba a alguno del brazo y lo sacaba de un tirón
hasta la calle, le respondí con algo de amistosa ironía.
Imaginate, insistió, que si fuera
como decís el turco seguiría trabajando
¿Ah, no trabaja más? — le dije como
si me importara ;
Nooo!, que va, se volvió a turquía.
Ahí si comenzó a interesarme la
historia - resultaba que el turco era realmente de Turquía, no era un apodo con
el que acá suelen llamar a cualquiera de piel aceituna - ¿Y que hacía acá? le
pregunté girando la cabeza hacia el y cubriendo me del sol, llevando la mano a
la frente para que el sol no me diera en los ojos. - Te cuento —me dijo sin
mayor interés- el turco vino de Turquía porque allá no ganaba un mango, tenía
una mujer, una nena y un nene chiquitos y no se como, le surgió una oportunidad
de laburo como albañil o maestro mayor de obra acá y se vino. Después con la
malaria, lo rajaron y buscando entró como lavacopas.
Pero, con la facha que tenía, el
gerente de El Agujerito un día lo puso en la puerta para no dejar pasar a unos
tipos que se pusieron pesados y como los paró sólo con la presencia, lo dejó a
cargo de cuidar la entrada.
Para el turco, era un trabajo
fenómeno, casi no tenía que hablar, nunca aprendió bien el idioma, y a la vez lo
obligaba a mantenerse atento, sin pensar en nada. Además, ganaba bastante como
para enviarle dinero a su familia y además ahorraba un poco. Su idea era poder
volver a Turquía como un bacán, con ahorros suficientes como para comprase una
casita en la costa, y un par de autos que pensaba alquilar para que otros lo
manejen.
Ah! — dije como esperando algo más, y después
de un rato agregué: ¿Y porque se fue?
Ah! Me respondió también, —eso es lo
mas increíble: se fue porque no pudo soportar el trabajo...
¿Como? - le dije confundido — ¿No me
digas que al tipo le importaba si tenía que sacar a alguno por Iafuerza?
No, no, eso no. El tema es que el
turco, también cuidaba la puerta en las matinées y los cumpleaños, y no había
caso, en los cumpleaños cada vez que un chico se le acercaba, asi de grandote
como lo ves, no podía evitar llorar desconsoladamente..., se acordaba de sus
hijos, decía. Te imaginas que el dueño de El Agujerito, no va a tener un tipo
así, para que le cuide la puerta de su negocio, un papelón...
Así que al final, el turco se volvió
a Turquía.